Que largas eran las vacaciones a los 8 años. Casi podría decir que el aburrimiento teñía las tardes de verano, largos y repetitivos. Martín no me daba mucho espacio dentro de su grupo de amigos, supongo que no tenían ganas de jugar con nenes. Siempre existía la posibilidad de ir a la playa con mama, pero desde ese entonces no me llevo bien con el agua de mar. El salitre me resacaba la piel y se sentía pegajosa, la arena tampoco era de mi gusto, quemando la planta de mis pies y metiéndose por todas partes. Pero lo peor era la combinatoria de ambas, ese efecto milanesa cuando se juntaban nunca fueron santo de mi devoción.
La diferencia mas grande entre las vacaciones y las clases, no era el uso que le daba a las horas del día, era el frio del invierno a las 8 de la mañana. Aún me recuerdo durmiendo en piyamas, sin ganas de salir de la cama porque el frio hacia doler los huesos. Orejas heladas y manos que no se asoman desde las frazadas. Cambiarme debajo de las 4 cobijas era un privilegio que realmente adoraba en esta época del año.
El frio es realmente helado en el invierno de Mar del Plata, las mañanas avisan con un silbido que se entremete por las rendijas de las aberturas que nunca logran cerrar del todo bien, no solo dejan entrar el frio a la casa, también el aire marino. Eso era lo que sucedía hace 35 años, cuando las ventanas y persianas eran de madera, con hojas, que permitían que el sol y el aire se dosificaran según la conveniencia del verano, pero inútiles para el crudo invierno.
Aun así, había que ir todos los días al colegio, papa era muy estricto con el tema. En lugar de saltar de la cama, me ponía la ropa del colegio sin abandonar la cama, la que estaba atemperada por el calor de mi cuerpo, poniéndome pantalones y remeras sin asomar la cabeza. Esto hacia la transición al ambiente hogareño mucho mas sencillo. Había que sumarle a esto un peinado correcto, Lord Cheseline, como lo hacia mi papa, y estaba listo para el desayuno. Mi familia nunca tuvo buenos desayunos, simplemente un mate cocido con unas “Criollitas” hacían al mismo. Rápido y casi sin terminarlas, salia para el colegio, con ocho años, caminaba las 5 cuadras que había a República del Ecuador, el colegio. Partir de casa requería saludos obligatorios, a papa, mama y Martín. Pero ese día fue distinto, papa no estaba y hacia mas frio del habitual para un abril. Y el viento resoplaba como en invierno; polar podría decirse que era.
Llegar al colegio fue parte de la rutina helada de mitad de año, con orejas rojas y punzantes por el frio, pero con el pan y la chocolatada esperando para el desayuno. El aroma de pan horneado se percibía desde la esquina, y daban ganas de llegar mas rápido. El día fue intrascendente, como lo eran todos. La competencia por el “muy bien 10, termino primero” diario, dios sus resultados, me lleve 2, uno en lengua y otro en matemática. No alcanzaba con hacer todo bien, había que hacerlo rápido.
La relevancia de ese día lo entendería a mi retorno al almuerzo familiar.
Los noticieros mostraban escenas de combates aéreos, los aviones rasantes volaban sobre el océano. Por fin las islas eran nuestras.
Era 2 de abril, y fue el día en el que entendí la finitud de mi padre.
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