Hoy me senté en un café, en la mesa de al lado, había un hombre extraño, ni conocido, ni lejano… tan solo extraño.
El café, esos lugares donde uno no está cómodo, ni a salvo. Lugares donde los Borges, los Saramagos y los neófitos paran a ver pasar el tiempo, tienen charlas filosóficas sobre nimbos e infiernos.
Mi compañero, el vecino, con mirada vacía, seño fruncido, con varias vidas ya pasadas por su ser me observa. Me hurta un suspiro, con intenciones de algo mas, y sin ánimo de robar.
Espero que mi café enfrié, entibie, pero mientras el tiempo transcurre, con cada tictac de reloj, siento que su mirada helada congela el aire, escarcha mi respiración.
El reloj, esos de pie, que desde los malevos no aparecen en Buenos Aires, que como ellos desaparecieron con la melancolía y el sosiego de los sueños de jóvenes con apetito desordenado de los deleites carnales del arrabal. Cadencia y paciencia de antaño nutren cada segundo, cada contorneo de la fina aguja que indica con extrema sencillez el momento oportuno, adecuado, para el reencuentro con los pasados perdidos, los deseos incumplidos, las memorias hospitalizadas por el sentido común.
Así el tiempo colapsa, café a temperatura, aire denso, y esa conveniente proporción y correspondencia de unas cosas con otras.
La pupila vacía, sin vida por delante, sigue clavada en mi.
Se levanta y camina hacia donde me encuentro, sin hablar pero con un gesto me pide permiso para sentarse, sereno, calmo; no hago más que asentir ya que los sonidos parecen lejanos, mi voz perdida.
Café de antaño donde aquellos que aguardan por su condena están a la espera de un destino cierto. Borges, Saramago observan, reflexiones de libros y ciudades ciegas. Este es el lugar donde la manecilla no gira y el cafe no templa, ese lugar en que la muerte comparte conmigo la inmensidad de su vacía pureza.
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Ana
Carito